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Foto del escritorEduardo Solana

Tomar la plaza



Hace ya bastantes años, en la Escuela de Arquitectura, José Luis Sáinz Guerra, urbanista, nos proponía un negocio interesante. Consistía en fabricar unos artefactos metálicos, apoyados en cuatro ruedas (como un coche), con ventanillas y parabrisas (como un coche) e incluso matrícula (como un coche), pero vacíos por dentro. Estos artefactos se dejarían aparcados en la calle, y podrían destinarse a trasteros, dormitorios de emergencia o cualquier otro uso. Incluso estarían dados de alta en el impuesto de circulación: por unos sesenta euros al año, uno podría disponer de ocho metros cuadrados de espacio en el mismo centro de la ciudad.



La idea era brillante, pero abocada al fracaso: por alguna razón, la ciudadanía está dispuesta a ceder ocho metros cuadrados de suelo urbano premium a un vehículo, pero no a cualquier otro objeto. Para terminar de reventar el negocio de nuestro profesor, existen las zonas de estacionamiento regulado: con cuatro líneas azules pintadas en el suelo, lo que era gratis pasa a ser de pago.



Sin que nos demos cuenta, ese sencillo gesto (pintar el asfalto) marca el inicio del urbanismo, porque supone la normalización y regulación de un hecho que ya se venía produciendo: aparcar en la calle. Podría decirse que los coches aparcando libremente son okupas del espacio urbano hasta que se ordena el asunto. Aun así, después de haberlo regulado, se tolera cierta okupación del espacio público, como cuando dejamos el coche cinco minutitos en doble fila hasta que oímos un claxon indignado. Quiere decirse que la okupación unilateral del espacio urbano está prohibida, pero según y quién la ejecute.



A uno le parece curioso este paso de lo informal a lo regulado, porque es el camino opuesto a que propone el urbanismo, si se quiere, clásico: en vez de una mano (normalmente unipersonal y masculina) que dibuja con trazo firme las calles, las plazas, las carreteras y el mundo, lo que hay es una asimilación de lo que, orgánicamente, ha aparecido sin permiso en la ciudad para satisfacer una necesidad más perentoria que cumplir la legalidad vigente. Es la aceptación pragmática de una realidad imperfecta.

La cosa puede salir bien o mal. Si esa okupación se da por un tiempo limitado (el coche en doble fila), o si el espacio es un recurso abundante (una cañada en el extrarradio con chabolas), normalmente se tolera. Sin embargo, no duraría mucho una chabola en medio de la Puerta del Sol, por ejemplo.



O quizá sí: hace poco uno veía "Libre te quiero", el documental que Basilio Martín Patino rodó sobre el movimiento del 15-M en Madrid. Durante varias semanas apareció un pequeño poblado de tiendas de campaña en Sol; un poblado espontáneo y no planificado, pero que llegó a tener su propia organización espacial (en un momento del documental aparece un plano de la Plaza en el que alguien ha dibujado las básicas construcciones del campamento).



¿Por qué no se desmontó la acampada desde el principio? Porque estaba alentada por un apoyo ciudadano suficientemente fuerte como para subvertir el orden urbano existente; porque hacer cumplir la legalidad hubiera supuesto una reacción más grande. En el momento en que este apoyo decayó, el campamento se desmanteló de un día para otro sin apenas contestación popular.



Volviendo al urbanismo, y esta es la tesis principal del texto, dos cosas tienen en común un coche aparcado en doble fila, una favela y el campamento de Sol: que han ocupado sin permiso un espacio urbano existente, y que la condición para que se tolere e incluso perdure esa okupación es exclusivamente política. No es una tesis muy original: en definitiva, el urbanismo es esencialmente política aplicada al territorio.


Fotograma de "Libre te quiero", documental de Basilio Martín Patino sobre el movimiento del 15-M en Madrid

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