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Foto del escritorCamino Cabañas

Reconstruir el tejido social



Vivo en un edificio que parece un pequeño pueblo en vertical. Somos más vecinos que en la mayoría de los municipios de la España rural, pero, a pesar de su tamaño, la paradoja de la desconexión persiste: no conozco el nombre de mis vecinos de planta. En este microcosmos urbano, donde la cercanía física contrasta con la distancia emocional, la soledad se cuela por las rendijas de las puertas cerradas.


En este paisaje peculiar, la pandemia impuso el uso individual de los ascensores. Fue un alivio para aquellos que se apresuraban a cerrar la puerta para evitar coincidencias, esquivando las miradas en ese espacio reducido. Allí, los saludos son escasos y las conversaciones sobre el tiempo evidencian la necesidad de reconstruir el tejido social. El día que dejamos de llamar a la puerta de enfrente para pedir sal, o de mandar a nuestros hijos a jugar con los del vecino, perdimos algo importante.



A medida que las ciudades crecen en altura, el espacio entre las almas se ensancha y convivir con la soledad no deseada se convierte en una batalla diaria. Sin embargo, en medio de este escenario de muros limitantes, hay hueco para la esperanza. Los espacios compartidos y la necesidad de decidir sobre ellos de forma conjunta permiten crear puntos de encuentro donde construir vínculos comunes entre extraños que comparten un techo. Fomentar zonas de habitabilidad común es un buen antídoto contra la distancia.


Del mismo modo que en las ciudades, los huertos urbanos surgen como un elemento de colaboración social y de conexión humana con la naturaleza, ¿por qué no aplicar la fórmula a nuestro pequeño pueblo vertical? En las  comunidades de vecinos, contamos con grandes espacios comunes desaprovechados que poder acondicionar para convertirlos en lugares de colaboración, que promuevan la conversación y el intercambio de conocimientos entre generaciones.



Transformar nuestras azoteas o patios vacíos en huertos vecinales proporciona, con muy poca inversión, un lugar para que los vecinos se reúnan, compartan experiencias y trabajen juntos hacia un objetivo común. Estos espacios comunes cobran una nueva vida albergando estos pequeños paraísos de tierra fértil donde su gestión no solo sirve para proporcionar alimentos frescos, sino que también alimentan el espíritu de comunidad y combaten la soledad.



Puede que en este pueblo vertical, donde los nombres son desconocidos pero los rostros son familiares, esté la clave para nuevas formas de comunidad, en las que fomentar el sentido de la pertenencia. Espacios propios donde compartir el deseo común de poder contar con alguien en medio de la selva de cemento. En este edificio del tamaño de un pueblo, la soledad se desvanece en colaboración con la naturaleza, cultivando no solo verduras, sino también relaciones duraderas.




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