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Foto del escritorSergio de Jaime

Que vuelvan los balcones


Creo que si todavía hay un impacto inmedible en nuestras ciudades tras el paso del COVID-19 ha sido la capacidad de acelerar procesos que ya estaban ahí pero a los que todavía no les habíamos prestado la atención suficiente. Prácticamente todas las ciudades de Europa están definiendo en sus grandes urbes nuevas zonas de bajas emisiones, sino están ampliando las que ya tenían. Están volviendo con fuerza conceptos como la Supermanzana o Super-Illa de Barcelona, que no son otra cosa que un apoyo para la Ciudad de los 15 minutos. Estrategias que ponen el foco en el problema del uso de los coches pero que son en realidad una solución para los vecinos y ciudadanos.


Tomar posesión del espacio público y poder salir a la calle fue quizás uno de los puntos de inflexión más importantes durante la cuarentena en los primeros compases de la pandemia en 2020, y uno de los que más ayudó a nuestra salud mental. Todos tenemos el recuerdo de salir a la calle en ese horario marcado por edades y poder deambular libremente por la calzada, la acera o el parque. Nunca antes había visto a tanta gente por mi barrio, y por supuesto a menos coches. Este hecho nos insufló un balón de oxígeno a todos, y es que la vida del ciudadano es inherente al espacio público. Un efecto parecido, pero menos dramático, tuvo lugar durante el temporal de Filomena, cuando las calles se llenaron de nieve y todos aprovechamos para lanzarnos a ellas.


El último libro de Izaskun Chinchilla, La ciudad de los Cuidados, muestra esta visión antropocéntrica de la ciudad basada en el bienestar de las personas frente a la tradicional ciudad mercantilista, industrial y centrada en la producción. Una ciudad basada en las relaciones cívicas y sociales de sus vecinos, donde poder realizar cualquier actividad para su vida diaria en el barrio y sin tener que asumir grandes desplazamientos. Con el aparente asentamiento del teletrabajo en nuestra sociedad, ya no le vemos el sentido a atravesar Madrid de norte a sur en medio de un atasco. Y es esta nueva manera de trabajar la que está empezando a marcar debates sobre arquitectura amable, sostenible y sana.



De la tradicional oficina en cubículos hemos pasado a espacios de trabajo flexibles, donde de alguna manera también se suele reproducir la horizontalidad jerárquica de muchas empresas modernas. Tener no sólo espacios para trabajar, sino también para descansar, relajarse o interactuar, y donde las mesas cuadradas y los flexos blancos, como sacados de una película de Jacques Tati, han dado paso a los espacios llenos de plantas, las formas fluidas y la relación con espacios exteriores. Quizás también un proceso de cambio acelerado por el teletrabajo ha difuminado la línea entre hogar/trabajo, y ha aumentado nuestro deseo de sentirnos cómodos en ambos espacios.


En nuestras viviendas, conceptos a los que ya casi no se les prestaba atención como la ventilación cruzada, o disfrutar de espacios exteriores como un jardín, un balcón o una terraza, han pasado a ser absolutamente primordiales no sólo desde el punto de vista sanitario, sino también desde el de la salud mental. No hay prácticamente un solo concurso de vivienda actualmente en España en el que el proyecto ganador no incluya estos conceptos. Y eso es algo que hemos conseguido aprender por la fuerza.

Cuando pienso en esto no puedo evitar pensar en esa ordenanza que nos quitó los balcones de Madrid.

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