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Foto del escritorEva Gómez-Fontecha

Nuestra historia de migración


Relata el Pulitzer 2003 Jeffrey Eugenides en Middlesex cómo la familia Stephanides llegaba a Nueva York asustada por la rudeza de los funcionarios de la Isla de Ellis en contraste con la mitológica Grecia de la que provenían. Llegaban en busca de paz y prosperidad, y encontraron el maltrato por defecto. Otro problema fue dónde echar raíces. Recalaron en Detroit donde su prima vivía en un barrio a las afueras. “Se concibió la nueva Detroit como una Arcadia urbana de hexágonos entrelazados. Cada rueda tenía que ser independiente y estar unida a todas las demás, en consonancia con el federalismo de la nueva nación. Aquel sueño nunca se hizo realidad. La planificación es para las grandes urbes del mundo, para Londres, París y Roma, para ciudades consagradas a la cultura. Detroit en cambo era una ciudad norteamericana y por tanto consagrada al dinero, de manera que la concepción dio paso a la conveniencia. A partir de 1818, la ciudad se extendió a lo largo del río, almacén tras almacén, fábrica tras fábrica. Aproximándose por la orilla, Lefty y Desdémona veían cómo iba tomando forma su nuevo hogar”.


La concepción dio paso a la conveniencia me parece una expresión clave para entender cómo el desarrollo industrial jamás ha respetado al urbanismo y por qué las personas que son mano de obra de ese entramado industrial, migrantes en muchos casos, tienen que adaptarse a un entorno hostil a la hora de trabajar y vivir en barrios marginales donde el factor identitario no es otro que el desarraigo. Con esas premisas no es difícil entender que la falta de planificación urbana y calidad en las viviendas genere áreas de conflictividad social.


Uno de los efectos de esa marginalidad, apunta el periodista Martín Caparrós en su futurista serie El mundo, entonces, donde nos contempla desde la perspectiva del siglo XXII, es el miedo al otro. “Las ciudades de 2022 estaban rodeadas por dos tipos de suburbios: por un lado, los barrios caros donde vivían los que podían, con comercios y buena infraestructura privada de salud, educación, seguridad y transporte. Y por otro, a la misma distancia del centro, pero en otros cuadrantes, los suburbios desastrados que contenían a los más pobres que habían migrado desde el interior rural o el exterior necesitado. La yuxtaposición de hábitats tan contrarios provocaba miedos: los más ricos intentaban evitarlos contratando batallones de seguridad privada que se había vuelto, en muchos países, una de las industrias más rentables”.


El filósofo polaco Zygmunt Bauman explica la naturaleza antropológica de ese miedo en su obra Extraños llamando a la puerta: “Personas que buscan refugiarse de las guerras y los despotismos, o del salvajismo de una existencia hambrienta y sin futuro, ha habido desde los principios de los tiempos modernos. Pensamos que la afluencia masiva de esos recién llegados tiene la intención de mutilar o erradicar nuestro estilo de vida, ese que nos resulta tan consoladoramente familiar. Tendemos a dividir a esas personas con las que estamos acostumbrados a convivir en amigas y enemigas, bienvenidas o moderadamente toleradas. Pero sea cual sea la categoría a la que las consignemos, sabemos bien cómo comportarnos con ellas. De los extraños, sin embargo, conocemos demasiado poco como para sentirnos capaces de interpretar apropiadamente sus tácticas y concebir nuestras propias respuestas adecuadas. Y el desconocimiento de cómo continuar, de cómo tratar una situación que no hemos creado y que no tenemos bajo control, es causa fundamental de grandes ansiedades y miedos”.


A este miedo tan bien explicado por Bauman sólo pueden vencerlo la apertura y la convivencia. Y en esa dirección apuntaron las repuestas de mi consulta en redes: creación de espacios donde compartir la cultura de forma bidireccional, desaparición de los guetos a las afueras de las ciudades, dejar de llamar migrantes a las segundas generaciones. Dicho de otro modo, ofrecer oportunidades laborales y sociales para integrarse en una sociedad porosa que comprenda que el otro somos nosotr@s o lo hemos sido en algún momento de nuestro árbol genealógico. Y en ese proceso de reconocimiento mutuo, la ciudad alcanza la cima de su valor.

Todos guardamos en nuestra biografía una historia de migración. Mi abuela paterna salió de su aldea gallega a la muerte de sus padres. Vino a Madrid y sus hermanos emprendieron el camino hacia Argentina. Nunca más supo de ellos. Con una exigua maleta aceptó su primer trabajo y más tarde tuvo cinco hijos (el cuarto de ellos mi padre), a los que dio estudios universitarios y cuyo resultado es la mujer que hoy escribe esto. La de mi familia es una historia más entre miles que ejemplifican la diáspora de una Humanidad siempre en busca de un futuro mejor.





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