La primera vez que salimos a pasear tras el confinamiento, nos dimos cuenta que las calles no estaban hechas para llevar una vida sencilla, esa que uno espera tener cuando llega el fin de semana, las vacaciones o, como nos ha sucedido, una emergencia sanitaria. Recuerdo que aquel primer día caminamos como zombies, extrañados, por avenidas diseñadas por urbanistas que no habían pensado en nosotros sino en os coches, en los comercios y en el tiempo programado. Tras una situación como la que estamos viviendo con el COVID-19, se hace más necesario que nunca el volvernos a encontrar con los demás en el espacio público.
Mi visión de la ciudad incluye sin atisbo de duda una mirada más femenina, sin perder su perspectiva tolerante, solidaria, empática y totalizadora del género humano, ese que hoy se duele de verse las caras casi siempre a través de la pantalla en periodos muy limitados y con narrativas estrechas.
La ciudad en la que quiero vivir en 2030 debería invitar a salir y no cumplir sólo con la función de ser núcleo de transportes, barrio residencial o calle para las compras. Debería ser sostenible, tener el aire limpio y extensiones verdes donde poder disfrutar de la Naturaleza (que estos meses nos pide cuentas por nuestra irresponsable conducta). Y por último, debería disponer de espacios seguros donde encontrarnos con la cultura (que estos días vive el abandono de las instituciones y la lejanía del público), lugares donde explorarnos como seres individuales, donde relacionarnos con los demás de una forma creativa y donde disfrutar de nuestro tiempo sin prisas.
Lo demás, o no es vida o no es ciudad.
Commentaires