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Foto del escritorLuis Roberto Durán Duque

Exclusión voluntaria



Abundan los pensadores contemporáneos que han puesto en la conversación pública a través de ensayos o libros enteros el asunto de la soledad en los tiempos modernos, en los tiempos de la hiperconectividad digital.



Paralelamente, el mundo nos propone un paradigma de vida en el que la velocidad y “aprovechamiento” máximo del tiempo es la regla que debemos cumplir, y nos hemos quedado con poco espacio para hacer una tregua en la que se pueda hacer un pare para reflexionar sobre lo que autores como Bauman, Byung-Chul Han o Paula Sibilia exponen acerca de la soledad.



Buena parte de los postulados que debaten la soledad como un problema de salud pública que continúa in crescendo en las naciones, en las que ya incluso algunas se lo han tomado tan en serio como Japón e Inglaterra que ya crearon los Ministerios de la Soledad para atender el problema, giran en torno a la mirada del ser humano sobre sí mismo, el de la exclusión voluntaria pero inconsciente de la idea de lo colectivo que como sociedad venimos fortaleciendo con la prevalencia de una propuesta de individualismo que poco a poco nos ha ido llevando al narcisismo: mis historias, mis narrativas, la exposición permanente de mi intimidad, el no tener hijos para no interrumpir nuestras carreras, etc., y que deriva de la gran paradoja de nuestro tiempo: sentir que estamos más conectados que nunca, que lo sabemos todo de todos, mientras que en simultánea, cada vez son menos frecuentes los encuentros reales, es el desvanecimiento de la idea de la colectividad, es el surgimiento de la soledad voluntaria sin darnos cuenta.



Esta descorporeización de las relaciones que se trasladan al metaverso, en donde el juego del scroll infinito viendo como son de perfectas las vidas de los demás, acaban por cuestionar la vida propia, y para encajar y sentir que pertenecemos al mundo, tratamos emular los mismos comportamientos que, al final, como dice William Ospina, acaban por convertirnos en un estereotipo.



Hoy, un adulto en el mundo está pasando el tiempo en pantallas el equivalente a ciento veinte días al año, y buena parte de ese tiempo, aparte de ser una experiencia individual, está invertido en la autoproducción de lo que queremos que otros vean de nuestras vidas, mientras la soledad gana terreno. Esto por supuesto tiene que cruzarse con las otras vertientes que construyen la soledad moderna: el nacimiento de menos hijos, el trabajo remoto, el incremento de la población mayor por mejores condiciones en los indicadores de expectativa de vida y el paradigma de la idea de la libertad individual que poco reconoce las otras individualidades.



Es un buen momento para abrir la conversación de lo que parece ser la nueva pandemia: la soledad.



Es fundamental desescalar este concepto del ámbito filosófico facilitando el debate sobre aquello que hoy nos aflige de manera soterrada y que poco nos atrevemos a exponer, de lo contrario continuaremos excluyéndonos de manera voluntaria e inconsciente de la posibilidad de fortalecer una de las más bellas cosas que hemos logrado como especie: la construcción de vínculos colectivos para la cooperación y el aseguramiento de la humanidad.





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