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Foto del escritorEduardo Solana

El urbanista sordo


Por referencias me llegan noticias de una iniciativa que se ha tomado en algunos colegios de educación primaria, y que se ha dado en llamar los “Bancos de la Amistad”. El planteamiento es sencillo: se instala un banco en el patio del colegio, se le diferencia del resto (normalmente, pintándolo de colores llamativos), y se señaliza con un cartelito. Luego se explica a los alumnos y alumnas para qué sirve: cualquiera de ellos puede sentarse en ese banco, y por el hecho de hacerlo, los demás sabrán que esa persona se siente mal, o que no tiene con quién jugar, o simplemente que necesita sentirse acompañada. Entonces, cualquier otro alumno o alumna del centro puede sentarse voluntariamente en el banco para hacer compañía a esa persona, hablar o jugar con ella. Según se dice en los centros donde se ha implantado, este mecanismo tan aparentemente simple es una herramienta útil para combatir el acoso escolar y la soledad infantil.


Lo que a uno le llama la atención de esta idea es que su presunta sencillez oculta la difícil conjunción de tres circunstancias al mismo tiempo. En primer lugar, que la persona que se siente mal se dé cuenta de su situación y esté dispuesta a manifestarla a los demás. En segundo, que aparezca alguien con la suficiente empatía y disponibilidad como para sentarse con esa persona en el banco y dedicarle algo de su tiempo. Por último, que exista una convención, un código aceptado entre todos los alumnos, para entender cómo funciona el banco, que quien se sienta en él necesita ayuda y que no hay nada malo en todo ello.


Da la sensación de que el entorno escolar es especialmente adecuado para una iniciativa como esta. Es más difícil creer que este mecanismo pueda funcionar en el mundo de los adultos. ¿Cabría pensar en “Bancos de la Amistad” (o quizá “Bancos de la Tristeza”, “Bancos de la Soledad”, o incluso, más genéricamente, “Bancos de la Compañía”) ubicados en plazas, en parques públicos? Uno lee que las herramientas más útiles para garantizar la salud mental, una vez que se rebasa el cortafuegos de la autoestima, son el soporte familiar y social, la compañía, la escucha. A uno se le antoja que las resistencias que habría que vencer (tanto por parte de quien se sienta, como por parte de la persona que voluntariamente decide acompañarle) serían muy grandes. Sin embargo, la traslación de la iniciativa a los espacios públicos físicos parece muy obvia, muy fácil, por lo menos en términos de inversión y de esfuerzo.

Desde el punto de vista del urbanismo que podríamos llamar tradicional, la iniciativa es irrelevante. Para el diseño urbano que se preocupa de ordenar espacios públicos y privados, de los servicios de la ciudad, del transporte o del aprovechamiento económico, poner un banco más o menos o pintarlo de colores no va a ninguna parte. Dicho de otra forma: el urbanista no se va a preocupar por estos temas; suficiente trabajo tiene ya con cuadrar sus números.


El camino aquí debería ser a la inversa: desde el mundo de la asistencia y los servicios sociales es desde donde puede emerger la iniciativa. Se impone una escucha activa de los responsables del espacio urbano (pienso en urbanistas, pero también en arquitectos o de gestores). Esto incluye bastantes horas de trabajo de campo escuchando a terapeutas, educadores, médicos, asistentes sociales, responsables de servicios públicos que conocen de primera mano, como diría Juan de Mairena, los eventos consuetudinarios que acontecen en la rúa.


No es algo a lo que estemos acostumbrados: ¿Alguna vez habló con nosotros un psicólogo cuando estábamos en la Escuela de Arquitectura? ¿Alguna vez hemos preguntado a un profesor de primaria si hay bancos en el patio de la escuela?

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