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Foto del escritorEduardo Solana

El cielo protector



Empecemos con un experimento mental. Supongamos una persona en medio del desierto. La persona no lleva nada más consigo que la ropa que tiene puesta. No tiene teléfono móvil; quizá conserva una botella de agua medio vacía, pero nada más. Anochece. El frío aumenta. No hay ningún camino a la vista, ni siquiera se ven postes de la luz; todo son arbustos secos y piedras hasta el límite del horizonte. ¿Qué hace esa persona?



La respuesta más probable no es buscar hierbas secas y frotar unas ramitas para intentar encender fuego; tampoco reunir piedras para construir un chozo y pasar la noche. Hace muchos siglos que dejamos de ser competentes en esas tareas. Lo que haría esa persona, casi con toda seguridad, es ponerse a caminar; atravesar las colinas en busca de una carretera, de un cercado, de un rastro. Se pasaría caminando toda la noche esperando ver alguna luz que indique dónde puede haber un poblado. En definitiva, intentaría desesperadamente encontrar a otros seres humanos.



La arqueóloga y catedrática de prehistoria Almudena Hernando ha defendido en La fantasía de la individualidad una tesis interesante. La idea, muy simplificada, es la siguiente: el desarrollo de cada individuo se asienta sobre las bases de estructuras colectivas que hemos sabido darnos a lo largo de los siglos, pero en un momento histórico concreto —ella propone finales del Neolítico— aparece una fantasía: la individualidad.

Esta fantasía alimenta la idea de que cada uno de nosotros es capaz de enfrentarse al mundo en solitario, resolviendo, con las herramientas de la razón o de la fuerza, los retos que le surgen por el camino. Cuando esta idea aparece, nuestro individuo pasa a percibir las estructuras colectivas como rémoras que impiden su propia realización, olvidando que son las mismas bases sobre las que ha construido su desarrollo personal. En lugar de buscar a los otros en el desierto, intentamos descubrir cómo se enciende el fuego por nosotros mismos.



Uno cree que la ciudad es, quizá, la construcción colectiva más compleja de la humanidad, no solo en el plano físico, sino también en el social. Agruparnos en ciudades es más eficiente que repartirnos por el territorio ya que optimizamos recursos, no sólo materiales, también recursos emocionales. Y, sin embargo, existe la experiencia de la soledad en la ciudad.



Habría, quizá, dos tipos de soledad urbana. La más grave, por supuesto, es la no deseada, pero también hay un género de personas que han elegido la soledad. En cierta manera, incluso se la han planteado como una conquista social: vivir solo, autónomo, como un Walden urbano que no depende de los demás.



Pienso que este pionero solitario de lo urbano es deudor del mito de lo individual. Soy optimista sobre la capacidad de la ciudad para resolver el problema de la soledad no. deseada que, creo, no es consecuencia del hecho urbano, sino de otras estructuras, dinámicas y tecnologías cada vez más presentes.



Al preparar este número busqué, ingenuamente, las estadísticas en España sobre viviendas unipersonales en entornos urbanos y en poblaciones de menos de 20.000 habitantes. Las viviendas con un solo ocupante son un 60% más abundantes en el entorno rural, es decir, proporcionalmente, en la ciudad vive sola menos gente.



Un interesante artículo referenciado por Magdalena Plocikiewicz sobre la soledad entre jóvenes y adolescentes llamó mi atención sobre el hecho de que muchas de las personas que sienten soledad no deseada viven acompañados. Es un fenómeno complejo; probablemente muchos de los solitarios rurales no se sientan tan solos como los acompañados urbanos. En todo caso, creo que la solución vendrá de nuestra capacidad para resolver los problemas colectivamente, y para eso lo que necesitamos es estar cerca unos de otros, no intentar encender un fuego en el desierto. 



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