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Foto del escritorEva Gómez-Fontecha

Dejar de sentirnos ajen@s


En 1963 Sylvia Plath contaba en “La campana de cristal” que Nueva York era un suplicio: “A las nueve de la mañana, el aparente frescor húmedo del campo que de alguna manera calaba durante la noche se evaporaba como el último coletazo de un sueño dulce… las calles calientes temblaban al sol, las capotas de los coches hervían y centelleaban, y el polvo seco, cargado de escoria, se me metía en los ojos y me bajaba por la garganta”. Plath expresaba entonces lo mismo que sentimos tod@s cuando más de medio siglo después transitamos por las calles de una ciudad como Madrid. Y ese malvivir supone un deterioro creciente en nuestra salud física y mental.


Movida por la idea de escribir este artículo, planteé hace unas semanas la siguiente pregunta en una red social: ¿Qué debería tener la ciudad para cuidar mejor de nuestra salud mental? El post tuvo más de 3.000 visualizaciones y de ese interés extraje que disfrutar de una ciudad que cuide de nosotros es una necesidad de primer orden. Las repuestas que me dieron, gente del mundo de la Arquitectura en su mayoría, surgieron rápidas e inspiradas, como si fuera la primera vez que alguien les consultara por algo tan sencillo. Preguntar se me reveló una necesidad incuestionable. La ciudadanía se siente ajena, excluida de lo que pasa a su alrededor.


Se aludió a tener más espacios verdes, un diseño que conecte la calle con sus habitantes. Se pidieron ciudades enfocadas a la generación de comunidad a escala de barrio, que recuperen un sentimiento de pertenencia y permitan generar relaciones de cooperación. Se mencionó incluso la creación de murales o cualquier forma de arte urbano que genere conversaciones. Se anotó la lentitud como requisito para alcanzar una mejor salud mental. Se apuntó el cohesionar diferentes ritmos de vida para que todo el mundo se sienta cómodo. Y, como era de esperar, se pidió que haya más silencio para poder pararse simplemente a sentir.


Aquellos comentarios me llevaron a definir los tres conceptos sobre los que creo deberíamos detenernos a la hora de diseñar la ciudad: sentir el tiempo para vivir, buscar modos de conectar con los demás, y generar seguridad, entendiendo ésta como solidez y memoria. Tres ideas que no terminan de germinar en esta sociedad líquida que fracasa tan estrepitosamente en su tejido social.


Semanas después escuché una entrevista con Roman Krznaric, filósofo australiano, fundador del Museo de la Empatía del Mundo en Londres y autor del ensayo “El buen antepasado: Cómo pensar a largo plazo en un mundo cortoplacista”. Entre otras reflexiones, el pensador abogaba por adoptar un “pensamiento de catedral” como el que condujo a crear obras que perduraran en el tiempo, que nos transmitieran sensación de unión y fueran sólidas como los grandes templos. Krznaric ponía en palabras mis anteriores sensaciones.


El filósofo contaba que en Japón existe el programa “Diseño futuro” que es ponerse a pensar para las generaciones que vivirán en 2070. La iniciativa está en marcha en el Ayuntamiento de Kyoto y en un montón de empresas e instituciones. Es un modelo de asamblea ciudadana que se sirve de nuestra capacidad de imaginar el futuro. Estoy de acuerdo con el filósofo en que es fundamental pensar a largo plazo, como también es importante crear una buena conexión con las generaciones anteriores y posteriores a la nuestra. Sólo así alcanzaremos un punto de vista más universal y duradero.


Somos much@s los que pensamos que el Urbanismo debería prestar más atención al Humanismo (filósofos, antropólogos, sociólogos) antes de sentarse a diseñar. La Arquitectura trasmite tácitamente los sentimientos que la ciudad y los edificios deberían provocarnos. Si se da esta escucha triangular entre urbanistas, ciudadanos y humanistas nuestra salud mental estaría mucho mejor cuidada.

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