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Foto del escritorEva Gómez-Fontecha

Ciudad para una nueva civilización



Aquel contenedor ante la ventana iba a cambiar por completo su vida. Apareció una mañana ante la reja del parque. Como un ovni. Desde la jubilación, sus días se habían vuelto vacíos salvo por el cine.  


Uno tras otro, cada amanecer comprobaba el cambio de aspecto de aquella caja de lata. A veces aparecía regada de trapos esparcidos por el suelo, otros se erguía solitaria exhibiendo desconchones en su superficie. La vida se arremolinaba en torno a ella.

 Analizar las emociones resultó una obsesión para ella. Observaba a personas que lanzaban apresuradas sus bolsas a la caja, personas obligadas a ceder sus pertenencias por una fuerza mayor, personas con miedo a ser vistas, personas curiosas que revolvían lo que otras dejaban.



Una tarde de invierno vio a un chico desabrigado y en chanclas depositar en el suelo una cesta. Se acercó, levantó la tapa y descubrió un gato pequeño de grandes ojos suplicantes. Le llamaría Herzog. Acababa de ver una de sus películas.



Con mayor maestría, Francesco Pecoraro (1941) describe en su novela La Avenida la tormentosa relación entre un historiador de arte septuagenario y la Ciudad de Dios donde vive:

Aunque estoy expuesto al norte, sufro igualmente porque desde aquí mi ojo sensible ve de lo que son capaces los incapaces, ve cómo la no-elección de la administración, la estupidez de los técnicos, de los urbanistas y, por último, de los arquitectos, incide de manera desastrosa en la vida de una porción de la ciudad, o de no-ciudad, que no deja por ello de ser la nuestra. Sin embargo, las cosas ni siquiera son así: no existen verdaderos responsables, la ciudad que construimos es un producto colectivo. La ciudad física es la concha deforme que la ciudad social construye para si misma como un gigantesco molusco semideficiente, y así se muestra. La ciudad de mierda es una puesta en escena incierta y de autobombo de la gente de mierda que la habita y la construye. Nada más y nada menos”.



Pecoraro, arquitecto y urbanista antes de comenzar en literatura a los 62 años, describe de forma desgarradora la desafección que siente su protagonista ante la ciudad que le vio nacer y que ahora, en sus años bajos, le empuja hacia los márgenes.



Y en evitar eso consiste el trabajo de una muy admirada urbanista española. Isabela Velázquez Valoria, socia y fundadora de GEA21 (grupo de Estudios y Alternativas 21), ha realizado un portentoso trabajo en el campo de las técnicas democráticas de participación ciudadana. Fruto de esa labor, que ha desarrollado junto al también urbanista Carlos Verdaguer, han sido trabajos como el Ecobarrio Soto del Henares de Torrejón de Ardoz, Premio Honorífico ex-Aequo del Consejo Superior de Arquitectos de España (CSCAE) en 2006 y el Ecobarrio Trinitat Nova de Barcelona, Premio de Buenas Prácticas de las Naciones Unidas en 2008.



En una conferencia de 2023 sobre “Metodologías participativas para la planificación urbana”, la urbanista apuntaba que vivimos en un contexto de vertiginosos cambios sociales que generan un gran miedo entre la población. Alineada con Jeremy Rifkin de estamos casi ante un cambio de civilización, Isabela aboga por que todo el mundo forme parte de ese cambio y se trabaje con esta trilogía argumental: lo ya existente, la Naturaleza y se busque conseguir más con menos. La apuesta es cambiar un urbanismo para los mercados y los negocios por un urbanismo para la ciudadanía.



En esta nueva y ansiada civilización, la agenda urbana debe tener en cuenta el empleo, la salud, el envejecimiento, la crianza, y la obligación del urbanista es crear un espacio urbano donde no haya tanta soledad.



La participación ciudadana debe ser diversa y especialmente orientada a los colectivos silenciados. Y para que la gente participe, aboga Isabela, es necesario hacerle sentir que se la respeta, que se cuenta con ella desde el arranque de los proyectos urbanísticos y que los resultados son mandatorios para las autoridades.



Habrá quien diga que la soledad no puede atribuirse al diseño de la ciudad únicamente, que la tecnología es la culpable de la nueva relación física que tenemos con las cosas y con las personas. Cierto. Pero resulta que lo físico es indispensable para vivir bien. Por eso la ciudad, como escenario en el que se desarrollan nuestras vidas, debe atenuar esa soledad y debe adaptarse a las nuevas formas de vida que han nacido al amparo de esta nueva sociedad digital. Nuevas sexualidades, nuevas viviendas, nuevas familias, nuevas economías y nuevas narrativas.



Toda nueva manifestación de vida debe ser acogida en la ciudad del siglo XXI. La ciudad que no tenga conciencia de ello nos expulsa de forma irreparable. 



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